Llegamos al balneario cerca de mediodía. En la terraza que se extiende todo a lo largo de la fachada principal del edificio, de cara al parque, había animados grupos de bañistas, jóvenes y muchachas que charlaban y reían sin cesar. En los sillones de mimbre conversaban o se adormecían respetables señorones y magníficas damas. Se estaba allí muy bien. Bajo el amplio techado de la terraza que sostienen una hilera de elegantes columnas jónicas, la luz se replegaba suave y producía una agradable impresión de frescor y bienestar que convidaba a la indolencia. Augusto se encontró allí con algunas personas conocidas, gente distinguida y acomodada que le acogían con visible simpatía. Me abandonó largo rato... [...] Cerca del lugar donde me había quedado, había un grupo de elegantes muchachas que hablaban con algunos jóvenes de pantalón blanco y camisa de cuello rebatido sobre la chaqueta (como se estilaba entonces, y que a mi me parecía el colmo de la elegancia), relucientes las crenchas, fumando cigarrillos de exótico perfume.
Apoyado en una de las columnas de la terraza, los contemplaba yo accionar, reír, hablar, y, sin llegar a envidiarlos, pensaba con cierta melancolía que debía [de] ser agradable cosa esa de poder compartir con aquellas lindas muchachas y gozar sin preocupaciones de las delicias de una temporada de balneario, en donde las gentes se relacionan, traban amistades y acaban por quererse. Este era al menos mi parecer, tal vez excesivamente ingenuo.
Mientras los del grupo reían, yo no podía dejar der pensar en mi pobre vida incolora... [...] Aquellas muchachas y aquellos jóvenes no se parecían en nada a los que yo frecuentaba de ordinario. Eran otra clase: gentes extraordinarias que vivían, al parecer, en perpetua alegría y libertad, si preocupaciones,..., en perpetua fiesta, comiendo bien, fumando, charlando, riendo, sin otros asuntos importantes que su campeonato de tenis y sus tés danzantes...