[...] Ya levantados, con menos puntualidad que los planetas, nos dirigimos a la tan renombrada fuente de San Hilario para poder explicar al que leyere, con todos sus puntos y señales, las virtudes de sus aguas. Realmente son picantes. No diré que piquen mucho, pero pican. Pican hasta el extremo, que sé por datos rigurosamente exactos, que aquel líquido contiene más o menos gaseosa. Un agua, pues, que en estado natural contenga, a más de otras sustancias impalpables e invisibles, más o menos gaseosa, claro que buena ha de ser, comparada, y aun en absoluta, con las muchas que se expenden en los cafés que ni naturalidad tienen, ni están adornadas de tan laudables circunstancias.
Con tales antecedentes, no es de extrañar que sean muchos los que apenas apunta el sol acudan a la venturosa fuente, y que en las horas en que el hombre tiene más deseos de dormir que de beber, se beba una ración de agua capaz de apagar el fuego interno del más sediento ciudadano. Bebedor de agua hubo, hace años, que sólo por lograr fama de valiente campeón entre su colla, sin apenas chistar, tras, tras, tras, se engulló treinta vasos en ayunas. Claro está que de resultas reventó, pero no importa: muchos han sido los que han hecho excesos de agua (que no todos se han de cometer con vino) y, sin embargo, curaron. La cuestión estriba en beber bien, pero en pasear mucho el agua. Este es el problema, y esta es allí la creencia. Tanto lo es, que cerca la fuente no se ve más que gente paseándose como por obligación, señores muy serios que en su manera de andar se adivina que están cumpliendo un deber, que no se distraen por nada, siguiendo el precepto con laudable buena fe. Por no apartarnos, pues, de tan antigua costumbre, bebimos prudentemente, y subiendo al carro otra vez, continuamos el camino para pasear el agua. Lo triste es que el que más tenía que pasear era el bondadoso caballo...
Cuales sean los elementos de estas aguas, las sustancias que las constituyen, su análisis científico, las enfermedades que curan, los efectos que causan, no soy yo, lector, quien decírtelo debe. [
] Prescindiendo, pues, de las aguas medicinales, per creerlo misión de nuestro querido doctor, considero que la mía en estas páginas es sólo la de abocetar algunas de mis impresiones durante mi estancia en estos sitios. Ninguna indicación mía podrá servir para los que aquí vienen á buscar la salud, enfermos de cuerpo; pero acaso encuentren consoladora distracción en la lectura de estos párrafos los que, enfermos del alma, buscan las vastas soledades para elevar sin testigos sus ojos al cielo, o los sombríos bosques de centenarios árboles, superiores á los mejores templos de la tierra, para levantar su corazón á Dios. [
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La orilla izquierda del Montsolí tiene sitios que pudieran llamarse idílicos. Pocos he visto que mejor se presten y más brinden al recogimiento y a la inspiración. Y no es de extrañar por lo mismo que allí me tropezara siempre con Soler y Rovirosa tomando apuntes para sus creaciones escenográficas, con Coll y Britapaja meditando quizá alguna de sus ingeniosas obras, o con Manuel María Angelón, su libro bajo el brazo, recordándome a su querido padre, que tendrá siempre sitial de honor en el conclave de los escritores catalanes. [
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En lo alto de las rocas unos sauces-desmayos velan la luz que se desliza tímida y respetuosamente para bañar el interior con claridades crepusculares, hilos de plata, que no de agua, serpentean por los estalactitados muros; hermosos grupos de filigránicos helechos asoman por entre las peñas; follajes de matices discolores rodean la gruta escondiendo en sus ramajes melománicas aves; un arroyuelo, al que debiera trazarse curso, esparce por el suelo sus díscolas y vagabundas aguas; y a la entrada de la gruta un árbol centenario extiende su copa rozagante y brinda a la meditación, a la poesía y a la lectura, junto a una verdadera y turbonada congerie de peñascos, a través de los cuales se abre paso el Montsolí que se precipita resonante por peligrosos saltaderos y por entre matas de blancos claveles silvestres, en torno de los cuales asoman sus áureas flores y sus purpúreos-colgantes racimos la retama y la grosella.